6 agosto 2008

El sol dormía y amaneció

Pensé que no llegaría nunca al mar y entonces me sentí inmóvil y me asumí como el más paralítico de los beduinos en el centro de Mahgir, mintiendo a los mhuires las bondades de la vid; cuánto deseaba ser más nadie que Zahir y ser todos los demás para que llorara mi presencia eterna y posesiva; había muy pocos motivos por los que me estremecería estar ahí: quizás las llagas en las manos no hubieran ardido tanto si mi corazón llorara su duelo en lugar de envolverse en el luto del pánico y endurecerse, acorazarse de miedo hasta reducirme a un tonto peregrino durmiendo en la escalinata del templo negado; en un momento deseé con todas mis fuerzas que todas las puertas se cerraran y todos los caminos se agrietaran y que todas las zanjas manaran heces y miel; clamé por suficientes obstáculos que me impidieran llegar allí, fui capaz de creerme fuerte y ágil para saltar todas las vallas y escollos a mi paso; muchos rostros desconocidos, anónimos, insulsos, por momentos agridulces y más que grises; al fin llegué y compartí todo ese ritual de la sangre de la tierra, eso que adoraban hasta los paganos y que rendían a los feroces; reí por convicción y se fue conmigo: así amaneció cuando el sol aún dormía.

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